Ella se acercó a él tímidamente, sus ojos se cruzaron y comprendieron que compartían un amor infinito…
Los dos habían nacido en las primeras décadas y murieron junto con el siglo veinte.
Vieron la luz en naciones del este de Europa y fueron los menores de tres hermanos.
Conocieron el dolor que genera la guerra y sufrieron la destrucción de sus patrias pero, a pesar de todo, conservaron la esperanza en un amor sublime que los trascendió.
Él había nacido a orillas del río Skawa y desde pequeño amó el estudio aunque también sintió pasión por la actuación teatral.
Sus padres lo educaron con firmes principios y junto a ellos participaba de las coloridas fiestas populares religiosas.
Fue el más pequeño de la familia ya que tenía un hermano mayor y luego había nacido una niña que murió a los pocos años.
A pesar de esa pérdida, la familia vivía feliz y compartía no sólo la mesa diaria sino también un gran amor.
Su padre pertenecía al ejército y su madre, Emilia, se dedicaba al cuidado de los niños.
En su adolescencia le gustaba nadar en el río que bañaba las riberas de Wadowice o subir por las laderas de los Montes Tatras que separaban su tierra de Checoslovaquia.
Era un niño hermoso, fuerte y, más tarde, fue un joven apuesto de ojos azul cielo y mirada penetrante.
El primer gran dolor que sufrió Lolek, como lo llamaban cariñosamente, fue la muerte de su madre cuando apenas tenía nueve años.
La soledad, la amiga o enemiga del ser humano, según como se la enfrente, templó su espíritu.
Compartía con su padre sus inquietudes y éste lo alentaba para que desarrollara todas sus potencialidades, ya que se desatacaba en los deportes, en el estudio y en el arte, especialmente en la literatura y en el teatro.
Pero el anciano militar no descuidaba la vida espiritual de su hijo y lo formaba en el conocimiento y en las vivencias de la fe.
Su hermano mayor tuvo que partir a la gran ciudad para estudiar medicina.
Si bien, Lolek, era monaguillo en las misas diarias a las que concurría, sostenía una entrañable amistad con sus compañeros entre los que se contaba Jerzy Kluger cuyo padre era el presidente de la comunidad judía.
Sus otras pasiones fueron los estudios teológicos y filológicos.
Más tarde otra pérdida marcó la vida del joven cuando su hermano, ya médico, murió mientras asistía a los enfermos de una epidemia de escarlatina.
Pero sus sufrimientos personales se diluyeron cuando su patria se vio dominada por el nazismo durante cinco años; padeció la dominación y la angustia de saber que se estaban cometiendo crímenes atroces.
Trató de sobrevivir al hambre, al frío y a las humillaciones.
Cuando los nazis cerraron las universidades, Lolek consiguió un trabajo en las canteras para no ser deportado a Alemania.
Con fuerza despedazaba los bloques de piedra y los transportaba en carretillas.
Superó esos duros momentos gracias a unos vales de racionamiento pero, sobre todo, con su espiritualidad y oración permanente.
Corría el año cuarenta y uno cuando murió su padre y desde ese instante la soledad fue total.
En esos días recurrió a la lectura de los poetas místicos especialmente a San Juan de la Cruz.
En mil novecientos cuarenta y cinco Cracovia, donde vivía, fue liberada por el Ejército Rojo pero ya Polonia estaba destruida.
Así pasaron de un régimen opresor a otro dominante y Lolek volvió a sentir las prohibiciones y la persecución.
Ella había nacido en Albania, un país ocupado por los turcos y centro de una gran tensión entre cristianos y musulmanes, que después de la Primera Guerra Mundial pasó a formar parte de Yugoslavia.
Nació en mil novecientos diez y Lolek nacería diez años después pero los dos debieron transitar las secuelas de las Guerras Mundiales.
El padre de Agnès, así se llamaba la joven, luchó por la Independencia de su patria.
Fue la más pequeña de los tres hijos de la familia Bojaxhin.
Profesaba el catolicismo pero compartió su niñez con los vecinos musulmanes que eran mayoría.
Su padre murió en las luchas políticas y su familia cayó en la pobreza.
Agnès sintió desde pequeña un amor por la vida espiritual y, como Lolek, una llamada hacia un amor trascendente. Era menuda, morena, ágil y decidida.
Se alejó de su patria para ser misionera y después de recorrer Viena, Berna, París y Londres llegó a Dublín de donde partió hacia la India para finalizar su vida en Calcuta.
Agnès conoció desde pequeña, a pesar de las dificultades, un hogar donde reinaban la paz y la concordia.
Lolek y Agnès sintieron que debían transformar el mundo desde el amor.
Él estudió teología, cursó sus estudios sacerdotales en forma clandestina pero siempre sintió una fuerza interior que lo condujo por un angosto camino hacia el servicio de los demás.
Lo nombraron pastor de almas y recorrió todos los cargos: sacerdote, obispo, arzobispo, cardenal hasta
alcanzar el lugar más difícil dentro de la Iglesia Católica, ser la imagen de Cristo en la tierra.
Karol, así se llamaba este hombre, fuerte, apuesto y brillante que debió soportar el sufrimiento y la humillación cuando a los pocos años de su pontificado fue atacado en medio de la multitud que lo aclamaba.
Pero este hecho que lo dejó dañado y mutilado por dentro significó el testimonio de que Dios lo necesitaba desde su indigencia.
Agnès no sufrió un golpe mortal pero su deseo de ayudar a los parias, a los moribundos, a los indignos la llevó a padecer la incomprensión de los poderosos.
Las Hermanas de la Caridad debieron superar miles de dificultades para poder limpiar las llagas de los leprosos y recoger a los niños abandonados en las calles de Calcuta.
Los políticos la acusaban de no ser eficiente para solucionar los problemas sociales pero Agnès sólo quería llevar amor para dignificar al indigente.
Y fue aquel día del encuentro en el que juntaron sus manos por primera vez y sus ojos se cruzaron cuando comprendieron que los unía un gran amor, el mayor amor, el más puro y eterno amor al hermano necesitado, Cristo sufriente.
Y más tarde, cuando sus cuerpos ya desfallecían, las manos nudosas de la Madre Teresa de Calcuta se apretaron nuevamente con las manos temblorosas de Juan Pablo segundo, sus ojos se miraron amorosamente y ambos entendieron que Dios les había concedido compartir el más sublime amor, aquel que no conoce diferencias de color, raza, religión o nivel social, el único y
Los dos habían nacido en las primeras décadas y murieron junto con el siglo veinte.
Vieron la luz en naciones del este de Europa y fueron los menores de tres hermanos.
Conocieron el dolor que genera la guerra y sufrieron la destrucción de sus patrias pero, a pesar de todo, conservaron la esperanza en un amor sublime que los trascendió.
Él había nacido a orillas del río Skawa y desde pequeño amó el estudio aunque también sintió pasión por la actuación teatral.
Sus padres lo educaron con firmes principios y junto a ellos participaba de las coloridas fiestas populares religiosas.
Fue el más pequeño de la familia ya que tenía un hermano mayor y luego había nacido una niña que murió a los pocos años.
A pesar de esa pérdida, la familia vivía feliz y compartía no sólo la mesa diaria sino también un gran amor.
Su padre pertenecía al ejército y su madre, Emilia, se dedicaba al cuidado de los niños.
En su adolescencia le gustaba nadar en el río que bañaba las riberas de Wadowice o subir por las laderas de los Montes Tatras que separaban su tierra de Checoslovaquia.
Era un niño hermoso, fuerte y, más tarde, fue un joven apuesto de ojos azul cielo y mirada penetrante.
El primer gran dolor que sufrió Lolek, como lo llamaban cariñosamente, fue la muerte de su madre cuando apenas tenía nueve años.
La soledad, la amiga o enemiga del ser humano, según como se la enfrente, templó su espíritu.
Compartía con su padre sus inquietudes y éste lo alentaba para que desarrollara todas sus potencialidades, ya que se desatacaba en los deportes, en el estudio y en el arte, especialmente en la literatura y en el teatro.
Pero el anciano militar no descuidaba la vida espiritual de su hijo y lo formaba en el conocimiento y en las vivencias de la fe.
Su hermano mayor tuvo que partir a la gran ciudad para estudiar medicina.
Si bien, Lolek, era monaguillo en las misas diarias a las que concurría, sostenía una entrañable amistad con sus compañeros entre los que se contaba Jerzy Kluger cuyo padre era el presidente de la comunidad judía.
Sus otras pasiones fueron los estudios teológicos y filológicos.
Más tarde otra pérdida marcó la vida del joven cuando su hermano, ya médico, murió mientras asistía a los enfermos de una epidemia de escarlatina.
Pero sus sufrimientos personales se diluyeron cuando su patria se vio dominada por el nazismo durante cinco años; padeció la dominación y la angustia de saber que se estaban cometiendo crímenes atroces.
Trató de sobrevivir al hambre, al frío y a las humillaciones.
Cuando los nazis cerraron las universidades, Lolek consiguió un trabajo en las canteras para no ser deportado a Alemania.
Con fuerza despedazaba los bloques de piedra y los transportaba en carretillas.
Superó esos duros momentos gracias a unos vales de racionamiento pero, sobre todo, con su espiritualidad y oración permanente.
Corría el año cuarenta y uno cuando murió su padre y desde ese instante la soledad fue total.
En esos días recurrió a la lectura de los poetas místicos especialmente a San Juan de la Cruz.
En mil novecientos cuarenta y cinco Cracovia, donde vivía, fue liberada por el Ejército Rojo pero ya Polonia estaba destruida.
Así pasaron de un régimen opresor a otro dominante y Lolek volvió a sentir las prohibiciones y la persecución.
Ella había nacido en Albania, un país ocupado por los turcos y centro de una gran tensión entre cristianos y musulmanes, que después de la Primera Guerra Mundial pasó a formar parte de Yugoslavia.
Nació en mil novecientos diez y Lolek nacería diez años después pero los dos debieron transitar las secuelas de las Guerras Mundiales.
El padre de Agnès, así se llamaba la joven, luchó por la Independencia de su patria.
Fue la más pequeña de los tres hijos de la familia Bojaxhin.
Profesaba el catolicismo pero compartió su niñez con los vecinos musulmanes que eran mayoría.
Su padre murió en las luchas políticas y su familia cayó en la pobreza.
Agnès sintió desde pequeña un amor por la vida espiritual y, como Lolek, una llamada hacia un amor trascendente. Era menuda, morena, ágil y decidida.
Se alejó de su patria para ser misionera y después de recorrer Viena, Berna, París y Londres llegó a Dublín de donde partió hacia la India para finalizar su vida en Calcuta.
Agnès conoció desde pequeña, a pesar de las dificultades, un hogar donde reinaban la paz y la concordia.
Lolek y Agnès sintieron que debían transformar el mundo desde el amor.
Él estudió teología, cursó sus estudios sacerdotales en forma clandestina pero siempre sintió una fuerza interior que lo condujo por un angosto camino hacia el servicio de los demás.
Lo nombraron pastor de almas y recorrió todos los cargos: sacerdote, obispo, arzobispo, cardenal hasta
alcanzar el lugar más difícil dentro de la Iglesia Católica, ser la imagen de Cristo en la tierra.
Karol, así se llamaba este hombre, fuerte, apuesto y brillante que debió soportar el sufrimiento y la humillación cuando a los pocos años de su pontificado fue atacado en medio de la multitud que lo aclamaba.
Pero este hecho que lo dejó dañado y mutilado por dentro significó el testimonio de que Dios lo necesitaba desde su indigencia.
Agnès no sufrió un golpe mortal pero su deseo de ayudar a los parias, a los moribundos, a los indignos la llevó a padecer la incomprensión de los poderosos.
Las Hermanas de la Caridad debieron superar miles de dificultades para poder limpiar las llagas de los leprosos y recoger a los niños abandonados en las calles de Calcuta.
Los políticos la acusaban de no ser eficiente para solucionar los problemas sociales pero Agnès sólo quería llevar amor para dignificar al indigente.
Y fue aquel día del encuentro en el que juntaron sus manos por primera vez y sus ojos se cruzaron cuando comprendieron que los unía un gran amor, el mayor amor, el más puro y eterno amor al hermano necesitado, Cristo sufriente.
Y más tarde, cuando sus cuerpos ya desfallecían, las manos nudosas de la Madre Teresa de Calcuta se apretaron nuevamente con las manos temblorosas de Juan Pablo segundo, sus ojos se miraron amorosamente y ambos entendieron que Dios les había concedido compartir el más sublime amor, aquel que no conoce diferencias de color, raza, religión o nivel social, el único y
verdadero amor a todos los hombres, en Cristo.
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