Corría el año cuarenta y uno cuando nací como segunda hija de una familia de la clase media de Buenos Aires, mi padre había pasado ya los treinta y siete años, era ingeniero civil; mi madre, dos años más joven se dedicaba al cuidado de sus hijos.
Un par de años después nació mi hermano, el varón esperado y así se completó la familia.
Pero lo tiempos que corrían no eran fáciles, se estaban produciendo cambios bruscos en la sociedad.
Nuestra familia padecía cierta estrechez económica que alteraba el estado anímico de mis padres.
Nosotros, los niños, vivíamos una vida tranquila en aquel barrio de casa bajas y señoriales, con jardines y rejas.
En las aceras embaldosadas se destacaban los paraísos, árboles de gran porte, estos se cubrían de florecillas violáceas en primavera que luego se transformaban en frutitos verdes y más tarde dorados en el verano.
De pequeños, jugábamos en las veredas con otros amiguitos, andábamos en bicicleta o nos sentábamos a leer en los umbrales de las casas.
Nuestros padres nos cuidaban y hasta nos sobreprotegían, eran temerosos y atentos a nuestras necesidades. Muy cerca de nuestra casa vivían los abuelos y los tíos junto a nuestros primos, nos visitábamos frecuentemente y compartía-mos las vivencias y los juegos.
Pero todo cambió cuando yo tenía trece años y cursaba el segundo año de la escuela media.
Una mañana mi padre asistió a una ceremonia en el Ministerio de Obras Públicas, donde trabajaba, para recibir una medalla de plata por los veinticinco años cumplidos en la función pública.
Al regresar almorzó junto a la familia y se recostó a descansar con mi madre.
Un tiempo después escuché los llamados de mi madre que pedía ayuda, en poco tiempo papá falleció a causa de un aneurisma.
El aire caluroso de diciembre nos sumergía en un triste sopor.
Yo recuerdo que la casa se llenó de familiares, amigos y vecinos que se acercaban para compartir nuestro dolor y todavía resuenan aquellas palabras: “¡Tan joven!”
Por primera vez asistía a un rito funerario.
El cajón tallado en roble con grandes manijas de bronce, los grandes candelabros con velones y las flores que rodeaban el féretro formaban una escena desconocida para mí.
Al día siguiente llegó el momento de la partida.
A media mañana se escucharon los golpes acompasados de los cascos de los negros caballos que conducían un carruaje alto, negro y lustroso que remataba en una cruz, seguido de otro carruaje que transportaría las coronas y las palmas florales.
Yo observaba desde un rincón la ceremonia y pedía a Dios por el alma de mi padre.
Y los caballos partieron, el martilleo de los cascos contra los adoquines resonaba como una lenta marcha fúnebre.
Los hombres de libreas negras los conducían.
A partir de allí todo cambió. Mi madre no pudo soportar la muerte de su esposo y justo un año después ella también partió.
Nuevamente los negros carruajes barrocos, los hombres de negras libreas y los caballos con su trote acompasado formaban la escena.
Todos los que nos acompañaron hablaban de la injusticia de Dios que permitía que tres jovencitos, casi niños, se quedaran solos en la vida.
Yo nunca le pedí explicaciones a Dios pues entendí que el día y la hora no nos pertenecen y que el fin de esta vida es el comienzo de la eternidad.
EDUARDO Y ESTER
(Mis padres, aún jóvenes
partieron a la casa dePadre)
Se fueron muy temprano
todo fue blanco y negro
murieron los colores
y era ya casi enero.
Un año fue tras otro
y los dos nos dejaron
por voluntad de Dios
hacia Él se marcharon.
Quedamos en Tus manos
y el mundo sin colores
recomenzó a poblarse
de pájaros y flores.
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