Hacía diez años que estábamos juntos. Nos habíamos conocido en la facultad y desde el primer momento sentimos un amor arrebatador.
Nos casamos y fuimos a vivir a un departamento pequeño que cobijaba nuestra pasión.
Dos años más tarde nació Fernandito y tres después, Marcela.
Pudimos comprar, por fin, la casa que siempre habíamos soñado y aunque nuestro amor, mi amor, no había disminuído, ahora compartíamos con los chicos una vida familiar armónica y afectuosa.
Pero fue el día de la Inmaculada, Fernandito tomaba su primera comunión y lo festejábamos con la familia y los amigos cuando se presentó Analía, una prima segunda de Fernando. Mi felicidad era tan grande que hasta le agradecí que nos acompañara aquella tarde.
Unos días después, en las Vísperas de Navidad recibí aquella carta.
Yo la estrujaba entre mis manos y con llanto entrecortado me preguntaba.
¿Qué había pasado? ¿Cómo fue posible?
¿Por qué me dejaba así, de esa manera?
Le envié la ropa como me pidió y desde ese momento sentí que mi vida se había quebrado.
La angustia era como una coraza que no me permitía dar ni recibir amor.
Ya no vivía, sólo la presencia de mis hijos me ayudaba a sobrevivir.
No lo vi nunca más, hasta hoy; han pasado cinco años desde aquella dolorosa Navidad.
Me pidió perdón, estaba abatido y confundido, tal vez avergonzado, quería volver a casa, me confesó que nunca me había olvidado.
Le mostré el papel ajado y le dije que lo único imperdonable había sido su cobardía.
Tomamos juntos aquella carta y nos fuimos hacia el jardín del fondo.
Ahora está enterrada y nosotros hemos recuperado la calma.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario