Su vida transcurría sin sobresaltos. Todo lo tenía controlado. La soledad no lo inquietaba sino que la iba eligiendo día a día después de la muerte de Dora.
El inmenso caserón que todavía conservaba un dejo de prestigio, a pesar de sus paredes descascaradas, parecía deshabitado. Sólo los vecinos veían muy esporádicamente al hombre que cubierto por un desgastado chaquetón, salía a comprar algunos alimentos.
Era una casa típica del viejo Belgrano, de estilo inglés; en la parte superior remataba en torrecillas y chimeneas.
El parque que rodeaba tanta vetustez se había convertido en un malezal donde algunos gatos descansaban entre trastos viejos y dos autos antiguos que se iban desintegrando año a año.
Su único tesoro era una inmensa caja de hierro donde guardaba el dinero que había acumulado a lo largo de su vida.
Esos papeles impresos junto con las monedas doradas ejercían sobre el hombre un influjo casi mágico.
Allí estaba su corazón, su reaseguro, su motivación, su único ideal.
Los muebles cubiertos de polvo y telarañas eran signos del paso del tiempo.
Aquel día se desató una tormenta terrible, y en la última habitación, donde estaba el tesoro, el agua había comenzado a entrar por el viejo postigo.
El hombre desesperado comenzó a empujar su baluarte.
Sentía que el pecho se le oprimía pero la desesperación le daba fuerzas sobrehumanas.
El agua ya había invadido la segunda habitación, aún le quedaban restos de vida para seguir, arrastró la caja hasta la sala y abrazado a la quimera perdió el sentido, se fue deslizando lentamente, el agua ya cubría la mitad de su cuerpo…
Sólo se oía un susurro:
¡Dora! ¡Dora!
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