Había llegado a las Indias con la intención de alcanzar la fama y una posición que en España le estaba vedada por ser el tercer hijo varón del Conde de Lezama, sólo así podría aspirar a la mano de la bella Isabel.
Junto con los expedicionarios remontaron el río que los nativos llamaban Paraná y se asentaron en una de sus orillas.
La vida en las nuevas tierras era muy aciaga y los alimentos escaseaban aunque gracias a la buena relación entablada con el cacique guaraní lograban algunos pescados y frutos que cambiaban por espejos y objetos brillantes.
El Adelantado organizó con un grupo de sus hombres una expedición hacia el poniente y Don Rodrigo de Lezama, que se ofreció rápidamente como voluntario, sería su jefe.
Partieron cuando ya comenzaban a florecer los ceibos, recorrieron valles y montañas. Cruzaron ríos y arroyos.
Todo era nuevo y asombroso, algunas veces debieron descabezar víboras o ahuyentar con fuego algún puma hambriento.
En una cañada fueron sorprendidos por un grupo de naturales que los miraban desconfiados y no se alejaron hasta que Rodrigo alzó sus manos y se inclinó como lo hacían los otros aborígenes ya conocidos.
Guiaban una manada de animales robustos de hermoso y tupido pelaje a los que llamaban “guanacos”.
Los expedicionarios continuaron su camino, bordearon un lago de aguas transparentes enmarcado en picos aún nevados y después de atravesar un bosque, se abrió ante sus ojos algo inesperado: una ciudadela construida con piedras blancas y unas extrañas cúpulas que lanzaban reflejos dorados.
Observaron el movimiento de unos hombres que transportaban unas pesadas alforjas.
Se acercaron con temor, trataron de mostrarse seguros y confiables y al instante los rodearon unos centinelas.
Hicieron las reverencias acostumbradas y ofrecieron los objetos brillantes que habían llevado para la ocasión.
Los recibieron con recelo pero no demostraron agresividad.
El asombro iba en aumento, el cacique llevaba ricos vestidos de colores, con pectoral y tiara de oro, el brujo cubría su cara con una máscara de plata labrada y todos los utensilios eran de metales preciosos.
Ante esta magnificencia, Lezama quedó atónito y después de largas deliberaciones decidieron que él permanecería en la ciudad con dos hombres mientras el resto de la expedición regresaría al fuerte al mando de Francisco de Baena para informar sobre el hallazgo.
El Adelantado escuchó incrédulo los relatos, esperó refuerzos de España y organizó un nuevo grupo de conquistadores alentados por la codicia.
Nadie sabía que un mes atrás un terremoto había sepultado entre sus grietas la Ciudad de los Césares y junto a ella la ambición de Don Rodrigo de Lezama.
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