Bella Vista era un hermoso pueblo situado en un valle al pie de los Andes.
Los picos nevados formaban un telón cóncavo que protegía a los moradores de los vientos helados del Pacífico sur.
El verde de los coihues y de las araucarias caía como un manto, sobre los cerros más próximos que desaparecían en las aguas azules del lago.
Un día de mayo, por la tarde, se oyó un ruido profundo, un ronquido que surgía de las entrañas de la tierra y se propagaba como un eco interminable.
El suelo temblaba y a lo lejos se divisó una columna gris negrusca que surgía de un volcán cercano.
El sol desapareció y con él los mágicos colores, todo se tiñó de un color ceniciento.
Los pobladores que acostumbraban recorrer los pintorescos caminos montañosos y navegar en las aguas transparentes tuvieron que encerrarse dentro de sus casas porque el aire no se podía respirar.
Y comenzaron a sufrir profundas depresiones, se perdió la alegría y no se oían las risas habituales de los niños ni el canto de los pájaros.
Un gris silencioso cubrió todo el pueblo.
Algunos comentaban que en las familias comenzaron a dominar la incomprensión y la violencia.
Los días transcurrían y cada vez más cenizas alfombraban las calles pero también las vidas se volvieron grises.
Pasaron tres meses y muchas veces volvió a rugir la tierra.
Una mañana, Maira, la mujer más anciana del lugar, despertó sobresaltada, sintió que debía hacer algo para ayudar a los más jóvenes.
Llamó a algunos vecinos y pidió que se fueran transmitiendo el mensaje unos a otros.
Ella había sentido que en Bella Vista faltaba amor, que los hombres y las mujeres habían perdido, hacía mucho tiempo, la solidaridad y cada uno buscaba su propio bien sin pensar en los otros.
Maira pidió que todos se unieran durante una hora en una oración comunitaria.
Cada uno invocaría dentro de su hogar a su Dios.
En el pueblo había cristianos, judíos, musulmanes y también descendientes de los pueblos originarios del sur.
Frente a tanto sufrimiento, la aceptación fue unánime.
Pasaron varios días y comprobaron, maravillados, que el volcán se había aquietado.
El sol comenzó a iluminar nuevamente la zona y una lluvia persistente descubrió los colores adormecidos por las cenizas.
El paraje renació, los ciervos corrían felices por los bosques, los pájaros cantaban y los campos verdes se cubrieron de flores multicolores.
Maira repitió el pedido e insistió para que no dejaran la invocación que debía concluir con un agradecimiento a Dios.
Los pequeños jugaban en las calles, las familias se reunían alrededor de la mesa para compartir el pan y el amor.
La vida cambió, el lugar se fue transformando en un pequeño paraíso.
Se formó una orquesta para alegrar los festejos, los jóvenes organizaron grupos de baile que interpretaban las músicas propias de cada colectividad así como sus danzas.
Alrededor de la plaza del pueblo se podían ver grupos de vecinos que conversaban alegremente, sin distinciones de religión, origen o posición económica.
El valle se llenó de frutos típicos del lugar ya que las cenizas abonaron la tierra y la fertilizaron.
El lugar prosperó y llegaron visitantes que deseaban compartir la alegría y belleza de sus gentes y sus paisajes.
Cuando habían transcurrido dos años desde aquél sordo rugido, Maira murió.
Todos los habitantes de Bella Vista la acompañaron hasta el lugar que ella había elegido para descansar al pie de una centenaria y frondosa lenga.
Tomados de la mano y con lágrimas en los ojos, elevaron a Dios una plegaria de agradecimiento por haber podido compartir tantos años con esa mujer sabia y bondadosa.
Desde ese día, todos los que visitaban el lugar veían brotar un rosal silvestre sobre la tumba de Maira.
Pero lo más extraño era que siempre estaba florecido, cubierto de sedosas rosas blancas.
Todos recordaban las palabras que Maira pronunció antes de morir:
- “El amor todo lo puede”.
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