El cuello del uniforme le apretaba. Con su mano ensangrentada trataba en vano de aflojarlo, un sabor salado llenaba su boca…
La vida en aquel pueblo de Entre Ríos era sencilla pero feliz.
La madre los despertaba por las mañanas con olor a pan tostado y a leche recién ordeñada.
Todos los días iban al campo muy temprano para cuidar de las hortalizas y alimentar a los animales.
Recordaba el olor de la hierba después de las lluvias, el canto de las aves al amanecer, el cielo azul profundo de los plenilunios y la piel de María, sus ojos, su boca.
Todo comenzó aquel día en que cumplió veinte años. Hacía pocos meses que había regresado del sur.
Se sentía crecido, maduro después de permanecer casi un año y medio en el regimiento.
Ahora él también tenía anécdotas para contar. María lo miraba embelesada cuando relataba sus peripecias: las guardias nocturnas, los entrenamientos, las competencias de tiro al blanco y también algunos sinsabores.
Abrió el sobre, lo convocaban para participar en la guerra del Atlántico Sur, debían recuperar las Islas Malvinas ocupadas por los ingleses desde el siglo pasado.
No pensó demasiado, sólo el sollozo de su madre lo inquietó.
¡Pero vieja no afloje ahora!
Y partió con pecho de héroe.
No se imaginó la realidad de la guerra, todo lo soportó con entereza, el hambre, el frío, la maldita turba en la que se enterraban, pero lloró ante el cuerpo destrozado de Santiago, trató de salvar a Roque cuando se desangraba por la pierna cortada…
El bombardeo fue feroz, no podían esconderse, la turba avanzaba y los sanguinarios “gurkas” no se compadecieron.
Y el cuello del uniforme ahora le apretaba y con su mano ensangrentada trató en vano de aflojarlo, un sabor salado llenaba su boca…
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