Siempre viajaban al Caribe para poder bucear, les gustaba recorrer las barreras de coral y descubrir formas nuevas, colores desconocidos, peces exóticos…
Ella lo amaba a pesar de todo, sabía que él no había entendido nunca lo que era el amor, sólo conocía la posesión, el dominio del otro.
En el fondo de su corazón la envidiaba porque ella se sentía libre, disfrutaba de las pequeñas cosas, tenía la capacidad de ser feliz.
La vida en Buenos Aires se les estaba haciendo imposible, cada uno buscaba formas de evadirse, de compensar el desamor que los separaba.
Sólo los hijos los unían.
Aquel verano sería el último, los dos viajaron juntos con los niños pero sabían que después vendría la separación.
El último tiempo fue doloroso porque ya se producían agresiones y maltratos.
Sin embargo trataban de mostrarse alegres y felices.
Les gustaba pasar largas horas al sol, hacer caminatas entre las palmeras, zambullirse en las límpidas aguas turquesas, compartir una piña colada o un buen plato de mariscos.
Pero el dolor era profundo, se habían conocido cuando eran adolescentes, en ese momento sintieron una gran atracción mutua, todavía ella era inocente y él la podía manejar a su manera.
Pero lo años pasaron y los defectos fueron aflorando, ya no se podían soportar.
Decidieron ir a bucear a la isla, cruzaron con el barco, se colocaron los equipos y bajaron como siempre.
Él se alejó hacia el arrecife y ella sintió que una fuerza magnética la arrastraba, no pudo resistir, una extraña corriente la alejaba rápidamente del grupo.
Comenzó a recordar a sus hijos, sintió un nudo en su garganta y ya no vio nada más que agua a su alrededor, un intenso color turquesa…
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