Nací en el Altiplano, en esa hermosa región donde el cielo está cerca de nuestras manos, es decir, vivimos en el cielo. Tengo los ojos rasgados del color del carbón., mi piel es del tono de la tierra, mis cabellos fuertes y lacios caen negros hasta mis hombros.
Recuerdo con nostalgia mis primeros años en los que mi madre me llevaba a sus espaldas dentro de esa bolsa tibia en la que me acunaba con el andar pausado y largo de sus pasos.
Sentía el calor de su cuerpo y los latidos de sus venas. Mi vida fue en esos momentos parte de la de ella.
Yo miraba con ojos asombrados lo que me rodeaba: aquellas montañas pardas, las llamas, el cielo azul y los seres que se acercaban silenciosos al pasar.
Yo pensaba que así era todo el mundo y que todos los humanos éramos iguales.
Pero cuando crecí y me alejé de mis mayores, por una forzosa necesidad, comencé a comprender que aquellos amplios paisajes de mi niñez y los rasgos familiares del rostro no eran únicos.
Me subieron a un ómnibus que me llevó lejos.
Yo era casi una niña, tímida y silenciosa.
Cuando llegué a destino me esperaba una señora que me recibió con gesto apurado y palabras nerviosas.
- ¿Tú eres Vicentica? – me preguntó.
Y yo respondí como lo haría durante toda mi vida:
- Sí, señora.
Me subió con mi atado de ropa a un automóvil que me llevó a gran velocidad hasta que llegamos a una casa grande rodeada de árboles altos, flores de colores y niños que corrían de un lado al otro, donde me dejó.
Cuando bajé, la señora me hizo entrar rápidamente y me indicó una pequeña habitación.
- Este es tu lugar, deja tus cosas y ven rápidamente que te indicaré tus tareas.
Así lo hice y desde ese momento comprendí que había entrado en otro mundo.
Para mí todo era nuevo, los niños no tenían el color de mi piel ni el de mis cabellos y sus ojos eran para mí extraños.
- Debes ocuparte de los niños, cuidarlos y asearlos.
Y así comencé a compartir las andanzas, aventuras imaginarias y riñas habituales de esos pequeños.
No podía pensar, cada minuto me deparaba alguna sorpresa.
Corrían, gritaban, se movían tan velozmente, que yo apenas los podía seguir.
Yo sentí que estaba al margen de sus vidas.
Pero fue naciendo entre nosotros un gran cariño y al poco tiempo se oía en la casa mi nombre continuamente.
- ¡Vicentica! vamos a jugar al parque.
- ¡Vicentica! empuja mi hamaca.
- ¡Vicentica! juguemos con la pelota.
Y mi existencia fue dedicada a partir de ese momento a esos tres pequeños de ojos claros y cabellos rubios que no paraban un segundo.
Ahora que pasaron los años y fueron creciendo, recuerdo con nostalgia mis montañas, mis valles, a los que nunca regresé.
Los tres niños ya se alejaron de la casa pero nos traen a sus hijos y Vicentica sigue cuidando de los nuevos pequeños.
Nunca me pregunté quien marcó mi destino ni me imagino en otro lugar, creo que nací para esto, que Dios así lo debe querer.
Siempre pensé que me amaban porque para mí amar es necesitar a otro y ellos siempre acudieron, frente a sus dificultades, a Vicentica.
Yo también los amo y los necesito.
¿Cómo hubiera sido mi vida sin ellos?
Son todo lo que tengo, tuve y tendré.
Sus voces resuenan por las noches en mi cabeza: ¡Vicentica! ¡Vicentica!
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