Ilustraciones

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viernes, 20 de agosto de 2010

Merceditas

Querida hija:
En estas tierras francesas bañadas por el Atlántico y lejos de mi amado Río de la Plata, deseo dejarte mis últimas memorias, recuerdos vagos, para los que vendrán.
Hemos compartido contigo treinta y cuatro años, desde que naciste, aunque los últimos veintiséis han sido de una profunda, mutua y solitaria compañía en estas tierras europeas y sin la presencia amada de tu madre, Remedios.
Ya las fuerzas me abandonan y los hechos pasados se alejan.
He nacido, como tú sabes, por designios de la providencia en América del Sur, dos años después de que en la América del Norte se proclamara la Independencia.
Fui educado en España y en el año en que se derrotaba a la monarquía Francesa y estallaba la Revolución yo entré en la carrera militar.
Cuando en 1808 me condecoraron en la Batalla de Bailén sentí que había ayudado a España, la tierra de mis antepasados, a liberarse de las ambiciones imperiales de Napoleón Bonaparte y ofrecí toda mi capacidad y arriesgué mi vida para que el pueblo español no tuviera que rendir su bandera al extranjero.
Luego de ser nombrado teniente coronel y ya con treinta y cuatro años sentí que aquellas tierras de las antiguas misiones, donde había nacido, debían encontrar su propio destino y puse mi espada, mis fuerzas y mi vida al servicio de la independencia de esos pueblos remotos y olvidados.
En el recuerdo de mis compatriotas quedará tal vez el mérito y el halago hacia mí, pero yo solamente conocí el sacrificio y la entrega para poder guiar a esos ejércitos de hombres decididos y valientes, sin formación militar ni medios económicos, para batirse con los ejércitos españoles que ocupaban sus tierras.
Cuando llegué en 1812 ya se había formado el Gobierno Patrio y yo contribuí con mis conocimientos militares para crear el Regimiento de Granaderos a caballo. Y fue en San Lorenzo a orillas del Paraná donde tuvo su bautismo al enfrentar por primera vez al enemigo.
Luego debí viajar para hacerme cargo del Ejército del Norte y más tarde me dirigí a Cuyo donde tú naciste, a-aquel 29 de Agosto de 1816, fue en Mendoza, hija mía, y naciste en un nuevo país ya libre e independiente pues la decisión de Laprida y los que lo acompañaron logró que en Tucumán el Congreso declarara la Independencia plena del gobierno español.
Pero mis ansias de libertad no pudieron ser contenidas por las altas montañas.
Formé el Ejército de los Andes duramente y con escasez de medios y bajo la protección de Dios, de la Virgen del Carmen y de la bandera celeste y blanca que juraron mis soldados. El 5 de enero de 1817 cruzamos la cordillera para ayudar a nuestros hermanos de Chile.
¡Cuántos hombres quedaron allí, junto a mulas y caballos hambrientos!
Pero al año siguiente pudimos declarar la Independencia de ese país, también amado, que quedó sellada con la victoria de Maipú.
Allí en Chile formamos el Ejército Unido y ayudados por la flota logramos la Independencia del Perú después de levantar el cerco que los españoles habían formado alrededor de Lima, ya corría el año 1821.
En 1822 abandoné para siempre mi carrera militar y sentí que debía realizar otra obra fundamental, tu crianza y educación después de la muerte de tu madre.
Querida hija, quiero que sepas que nunca desenvainé la espada en busca de intereses personales y jamás busqué
la gloria ni la fortuna, renuncié al dinero que me ofrecieron por mis cargos cuando lo consideré excesivo y únicamente luché cuando vi amenazada la libertad y autodeterminación de los pueblos.
Tú sabes que me alejé de mi tierra natal cuando comenzaron las luchas entre hermanos porque no quise intervenir en políticas mezquinas e ideológicas; mi única ambición fue que los pueblos se pudieran liberar de la esclavitud y el dominio extranjero.
Nunca se debe derramar la sangre entre hermanos, hay que buscar el consenso y la tolerancia.
Mi gran dolor fue ver a mi Patria sumida en luchas.
Todos sabemos que Buenos Aires es la cabeza pero se debe respetar igualmente a todos los estados del país sin perder la unidad.
Lo que se debe rechazar es el deseo de dominio del extranjero.
Mi vida fue un constante exilio, nací en tierras vírgenes de América del Sur, me eduqué en España, regresé para
ponerme al servicio de la libertad de mi patria y un nuevo exilio me trajo a esta Francia donde decidí educarte, lejos de los conflictos para poder brindarme por entero a tu formación.
Serví a mi Patria, nunca me serví de ella.
Lo único que me llevó a la lucha fue el deseo de libertad para los pueblos oprimidos.
Doy gracias a Dios y a la Virgen del Carmen por conservarme la vida a pesar de las cruentas batallas que libré y poder cumplir con esta última y amada misión de criarte y educarte como lo deseó tu recordada madre.
Agradezco a los ángeles terrenales que Dios me envió, al húsar Juan de Dios, que salvó mi vida en Bailén, al valiente granadero Sargento Cabral, que me auxilió en San Lorenzo y a Aguado, mi protector en este exilio, que me ayudó a sobrevivir con dignidad a pesar de mi indigencia económica.
A Mariano Balcarce, tu esposo, mi gratitud y confianza, a Rosas, dejo mi sable por haber defendido a la Nación del ataque extranjero, a mi querida Patria, mi corazón y a ti y a mis nietas amadas, mi vida.

Carta Postrera y Apócrifa del Gral. San Martín

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