Una mañana de otoño estaba sentada junto al río, mientras mis ovejas pastaban, cuando vi que se acercaba un hombre extraño.
Cubría su cuerpo con una túnica de piel de camello que en su cintura se anudaba, con un lazo de cuero. Era musculoso, su piel cetrina y sus largos cabellos le daban un aspecto salvaje.
Se detuvo cerca de la orilla y comenzó a hablar a un grupo de personas que lo rodeó.
De pronto, entró en las aguas, sus seguidores se acercaron. Él los sumergía mientras elevaba las manos y recitaba unas palabras, para mí incomprensibles.
Me aproximé a Él y me invitó a participar del rito.
A partir de ese momento mi vida se transformó, abandoné mis tareas pastoriles y comencé a acompañarlo.
Yo no entendía con claridad su mensaje, pero su mirada firme me atrapaba.
Él aceptaba mi presencia y muchas veces pasaba su mano callosa por mis cabellos.
Un día visitó el palacio y yo lo aguardé en las cercanías. Cuando regresó lo noté triste, apesadumbrado.
Era un lugar poco grato para él ya que prefería sentarse en unas rocas y compartir la vida con los más pobres.
Nos alimentábamos con langostas y miel silvestre.
Juan, así se llamaba mi amigo, me decía que tenía que cambiar de vida, que esa agua que él derramaba simboliza nuestra purificación interior y que debíamos preparar los caminos para la llegada del Redentor.
Pasó un año hasta que una mañana se produjo el encuentro. Yo noté su estremecimiento al tener que purificar en el río a aquel Hombre. Luego me abrazó y me dijo al oído:
“Este es el Cordero de Dios
el que quita el pecado del mundo,
el que cree en Él tiene Vida Eterna”.
Más tarde lo encarcelaron a Juan y el día que el Rey cumplía años lo decapitaron.
Me uní a sus amigos cuando lo llevaban a la sepultura. Las lágrimas me impedían ver el camino, pero al observar la alegría que inundaba aquellos rostros supe que Juan no había muerto y en ese momento comprendí el sentido de sus palabras…
“El que cree en el Hijo de Dios
tiene Vida Eterna”.
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